CARTA A LA IGLESIA
"LAS EDADES DE LA FE"

INTRODUCCIÓN
A la Iglesia de mi Dios. A mis hermanos en Cristo a quienes el Espíritu Santo, "a través de la Santísima Madre del Señor" (Lc1,28), "inspira a vivir celosamente el Evangelio" (Lc1,41-42) (Jn2,5). Deben saber que "el sentido religioso de las devociones va de acuerdo a la doctrina de la Iglesia" (Catecismo 1676); y que no puede existir una devoción con una enseñanza distinta aunque esta se origine a partir de una aparición de la Santísima Virgen. Corresponde al Magisterio de la Iglesia verificar la autenticidad de las apariciones marianas, haciendo un discernimiento de las que son un engaño del demonio. En este sentido, el Papa Benedicto XVI advirtió acerca de la devoción de la Virgen del Rosario del Pozo dando a conocer su rechazo. Pero, no es nuevo en la Iglesia que el diablo pretenda cambiarnos la fe. Ya en sus comienzos había falsos apóstoles, que "sembraron la confusión" (Gal1,7) entre los judíos convertidos al cristianismo, "queriendo hacerlos volver a la práctica de la Ley" (Gal2,15-16); despreciando así, "el don de Dios" (Gal2,19-21) (He2,38-39) y alejándolos de "la verdadera libertad a la que estamos llamados en Cristo" (Gal5,13). Fue el maligno quien "engañó a nuestros primeros padres, cayendo estos en tentación" (Gn3,13). Y ahora, en nuestros días, sigue pretendiendo hacernos caer de la Gracia de Dios. Pero, en todos los tiempos y desde el inicio, "el amor de Dios no nos abandona" (Is49,14-16); sino que "nos asiste" (Sab10,1-2) y "nos comunica la vida" (Jn17,2). En medio de esta guerra espiritual contra "el antiguo dragón" (Apoc12,17), Dios, Padre Bueno, despierta en nosotros, sus hijos, por el Espíritu Santo, el celo por la Verdad que nos da la vida y que fue revelada para nuestra salvación: Jesucristo. "Nosotros, que tenemos el mismo don espiritual de fe que tenía el que escribió: creí y por eso hablé [...]" (2Cor4,13), debemos anunciar la Buena Nueva de Cristo y "enseñar la doctrina de la Iglesia" (Mt28,20); advirtiendo a nuestros hermanos de los engaños del maligno. Así, amando a nuestro prójimo y "administrando la Tierra con amor" (Catecismo373), participamos en la "Providencia de Dios" (Mt7,7-12), y cumplimos "nuestro deber de siervos" (Lc17,10) (Mt27,28), para la Gloria de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. La paz en Cristo.
LA BUENA NUEVA
"A la luz de la Buena Nueva" (Is9,1) "de Cristo" (Rm1,2-3), debemos reconocer "la debilidad de nuestra carne" (Rm8,3), recordando nuestras faltas y pecados. Esa oscuridad en la que vivíamos antes de escuchar el Evangelio y decidir seguir al Señor. "En aquel tiempo no esperábamos un Mesías, no teníamos parte en el pueblo de Israel y no nos correspondían las alianzas de Dios ni sus promesas; vivíamos en este mundo sin esperanza y sin Dios. Pero ahora, en Cristo Jesús y por su sangre, los que estábamos lejos hemos venido a estar cerca" (Ef2,12-13). "Fuimos elegidos" (Jn15,16) de en medio del mundo, donde éramos parte de una sociedad pagana, para formar parte del pueblo de Dios, por su infinita misericordia, como "ciudadanos de la ciudad de los santos" (Ef2,19). "Esta oscuridad que hoy cubre la Tierra" (Is60,2), es la que entró en el mundo por el pecado de Adán. Cuando perdimos tanto "la gracia de la santidad original, que era una participación de la vida divina" (Catecismo375), como "la justicia original, que era un estado de armonía interior y exterior" (Catecismo376). "El pecado entró en el mundo y por el pecado la muerte [...]" (Rm5,12); y por la muerte reinó el maligno" (Heb2,14). Pero, "Dios no nos abandonó a la muerte" (Ef2,1-5) (Sal16,10), sino que tenía un "proyecto secreto" (Ef3,9). Este proyecto ha sido revelado: "Que en Cristo Jesús los pueblos paganos son herederos, forman un mismo cuerpo (con los judíos) y comparten la promesa. Esta es "la Buena Nueva" (Ef3,6). "Pues en Cristo Dios estaba reconciliando al mundo con Él, ya no tomaba en cuenta los pecados de los hombres, sino que a nosotros nos entregaba el mensaje de la reconciliación" (2Cor5,19). "Dios, en Cristo, perdona nuestros pecados" (Lc24,47) y reconcilia al mundo con Él. Esta "Buena Nueva" es anunciada a "los pobres y humildes" (Is26,6) (Lc4,18) (Catecismo544), "aunque pecadores" (Mt9,12-13), a los que llama al "arrepentimiento" (Lc5,32); "a quienes pertenece el Reino de los Cielos" (Mt5,3). Así, en Jesús, "nos llega el consuelo de Dios" (Is40,1-2) (Is49,13); quien "envió a su Hijo" (Catecismo422) "para que tengamos vida eterna" (Jn6,40). El sacrificio de corderos que el pueblo judío hacía para el perdón de sus pecados, en la Antigua Alianza, solo era figura del único y definitivo sacrificio: "El de Jesucristo" (Heb10,11-18). "Él es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (Jn1,36). Que "habiendo hecho de los paganos y de los judíos un solo pueblo, los reconcilió con Dios por medio de la cruz" (Ef2,16). Por tanto, hermano, ¡que regalo más grande el que nos da el Padre!: "La Gracia de Cristo" (Catecismo1999). Después de que la muerte entrara en el mundo por el pecado de Adán, en Jesucristo, "Dios perdona nuestros pecados y nos da la vida eterna" (Rm5,18-21). "Es por la fe en su Nombre que hemos sido hechos justos y estamos en paz con Dios [...]" (Rm5,1). "Él es el pan vivo que ha bajado del cielo para que comiéndolo tengamos vida eterna" (Jn6,51). "Por Él hemos tenido acceso a este estado de Gracia e incluso hacemos alarde de esperar la misma Gloria de Dios" (Rm5,12). Por tanto, hermano, afirmar que "el sufrimiento es el regalo más grande que Dios da al hombre", es un engaño del diablo. Así también, es mentira afirmar que el hombre puede llegar a ser "sin mancha", "lleno de luz", por la mortificación del cuerpo. Esta doctrina no es la de Cristo. Pero está escrito: "Aunque nosotros mismos o un ángel del cielo viniese a evangelizarlos en forma diversa a como lo hemos hecho nosotros, yo les digo: ¡Fuera con él! Se lo dijimos antes y de nuevo se lo repito: Si alguno viene con un evangelio que no es el que ustedes recibieron ¡maldito sea! ¡Anatema!" (Gal1,8-9). Nuestra justificación "es obra de la Gracia de Dios" (Rm3,24) y no nuestra. "Es voluntad de Dios que seamos santificados por la ofrenda del cuerpo de Cristo Jesús hecha una sola vez" (Heb10,10). Somos purificados de nuestros pecados por "la sangre de Cristo" (Mt26,27-28) en "el sacramento de la Reconciliación" (Jn20,22). Así también, es en el "sacramento de la Eucaristía" (Mt26,26), que "comemos la carne y bebemos la sangre del Señor para tener vida eterna" (Jn6,53-54). Entonces, ¿Cómo seguimos a Jesús cargando nuestra cruz?
LA FE
"Estando los hombres apartados de Dios por el pecado" (Catecismo1850), y "siendo esclavos de este" (Jn8,34), Dios, Padre Bueno, en su infinita misericordia, "fijó su mirada en los sufrimientos de su pueblo" (Ex3,7-8); como en el tiempo de Moisés cuando Israel era esclavo en Egipto; y, "habiendo llegado la plenitud de los tiempos" (Catecismo484) (Lc4,21), en Jesucristo, vino a nuestro encuentro "a dar libertad a los oprimidos por el pecado" (Lc4,18) (Jn8,31-32), revelándonos su designio amoroso: "Ser hijos de Dios" (Catecismo2780) (Jn1,12). Siendo Jesús el primogénito en medio de numerosos hermanos" (Rm8,29), "quien nos conduce al Reino de los Cielos con el Padre" (Jn14,2-4) (Ex3,8). Y para ir con el Padre, "Jesús es el Camino" (Jn14,6). "En Cristo, Dios reconcilia al mundo con El y ya no toma en cuenta nuestros pecados [...]" (2Cor15,19), A esta "Buena Nueva" que Jesús nos revela con obras y palabras, "la respuesta adecuada del hombre es la fe" (Catecismo142). "La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado [...]" (Catecismo150). "[...] Vayan por todo el mundo y anuncien la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará; el que se niegue a creer será condenado" (Mc16,15-16). Tener fe "es creer que Jesús es el Hijo de Dios" (Mt16,16), "nuestro Señor" (Jn20,28-29), "[...] es aferrarse a lo que se espera, es la certeza de cosas que no se pueden ver" (Heb11,1) (Mt9,28-29). "La fe nace de una proclamación, y lo que se proclama es el mensaje cristiano" (Rm10,17); siendo la fe del hombre "un don de Dios" (Mt16,17) (Catecismo153) que "concede a los humildes" (Stgo4,5-6).
ABRAZANDO LA FE
El perdón de los pecados que el Señor Jesús "proclama" (Lc24,47) exige al hombre "arrepentirse de ellos y bautizarse" (He2,38). Así abrazamos la fe en Cristo y nacemos de nuevo, "desde arriba" (Jn3,3); a la vida del Espíritu. Es en el bautismo que Dios perdona nuestros pecados, recibimos el Espíritu Santo y formamos parte de la Iglesia; que es el cuerpo de Cristo. "Esta es la primera conversión, pero existe una "segunda conversión: La del corazón" (Catecismo1428).
LA VIDA CRISTIANA
El Señor dijo: "Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, como yo he cumplido los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor" (Jn15,10). Así, "la fe exige obediencia" (Catecismo143) (Heb11,8). También dijo: "Vayan, pues, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado a ustedes [...]" (Mt28,19-20). Así, "muy pronto se llamó catequesis al conjunto de esfuerzos realizados en la Iglesia para hacer discípulos, para ayudar a los hombres a creer que Jesús es el Hijo de Dios a fin de que, por la fe, tengan la vida en su nombre, para educarlos e instruirlos en esta vida y construir así el Cuerpo de Cristo (cf. Juan Pablo II, CT1,2)" (Catecismo4). La doctrina de la Iglesia Católica tiene "cuatro pilares: La profesión de la fe bautismal (el símbolo), los Sacramentos de la fe, la vida de fe (los mandamientos) y la oración del creyente (el Padre Nuestro)" (Catecismo13). Es por la participación en los sacramentos y la perseverancia en la oración que "[...] renacemos a la vida del Espíritu y recibimos la Gracia de Cristo y los dones de su Espíritu que nos capacitan para vivir conforme al Evangelio" (Catecismo1692). Como dice San Pablo: "La perfección que buscaba la Ley se realiza en los que andamos por los caminos del Espíritu" (Rm8,4). Como dice el Señor: "El que come mi carne y bebe mi sangre vive de vida eterna, y yo lo resucitaré el último día" (Jn6,54). También dijo: "[...] Recen para no caer en tentación [...]" (Mt26,41). "La profesión de fe, exige conocer en que consiste la revelación de Dios al hombre y la respuesta del hombre a Dios" (Catecismo14). Es necesario estudiar "la enseñanza de Jesús a sus discípulos, en la catequesis de la Iglesia" (Catecismo4); puesto que, "la vida eterna es conocer a Dios" (Jn17,3), y "el pueblo perece por falta de su conocimiento" (Os4,6). "La vida de fe, viviendo en el Espíritu Santo, por la Gracia de Dios, comprende un obrar conforme al doble mandamiento de la Caridad" (catecismo16), "que guarda los mandamientos de Dios y de Cristo [...]" (Catecismo1824). Son estas obras, conforme a la Gracia que hemos recibido, "por lo que seremos juzgados" (Rm2,6-8). "En el bautismo morimos con Cristo a la carne, y resucitamos con Cristo al Espíritu" (Col2,12). El murió por todos, para que los que viven no vivan ya para sí mismos, sino para Él, que por ellos murió y resucitó" (2Cor5,15). Nosotros debemos "amar a nuestro prójimo como Jesús nos amó" (Jn13,34); puesto que, en esto consiste "obrar el bien que no podíamos hacer sin Cristo" (Rm7,18-19), para lo cual "nos dio el Espíritu Santo a todos lo que hemos creído" (Rm8,1-2). Es decir, "para ser hijos de Dios" (Jn1,12) y "vivir como hijos de Dios" (Rm1,17) (Gal2,20). Nuestra vida cristiana es una respuesta al amor de Dios. Y esta respuesta llega a ser perfecta cuando convertimos el corazón. Por tanto, "nuestra fe debe estar arraigada en el amor del Señor" (Ef3,17), que nos llama desde la cruz, y no en "el temor al castigo que proviene de la carne" (1Jn4,18). Que nos impulsa a seguir a Dios según nuestro parecer, "satisfaciendo la propia voluntad y alejándonos de Cristo que es el Camino" (Col2,16-23). "Nuestra religión no consiste en mortificar el cuerpo" (1Tim4,8-10), sino "[...] en ayudar a los huérfanos y a las viudas en sus necesidades y no contaminarse con la corrupción de este mundo" (Stgo1,27) (Is58,6-9). "San Pablo enseña que es necesario tener el cuerpo bajo control" (1Cor9,24-27), pero "nuestro deporte es la piedad" (1Tim4,7-9). Nuestra penitencia debe llevarnos a convertir el corazón, porque "lo que hace impura a la persona es lo que procede del corazón" (Mt15,28). Debe llevarnos a "amar a nuestro prójimo" (Is58,6-7). Nuestra confianza está en Jesús que resucitó de entre los muertos y no en nuestro propio esfuerzo, sino ¿Cuál sería nuestra esperanza? Nuestra vida cristiana ya figuraba en el Antiguo Testamento de manera significativa; en la historia del pueblo de Israel cuando era esclavo en Egipto y "Dios envió a Moisés para liberarlo" (Ex3,10). Esta liberación de la esclavitud es signo de "la liberación de la esclavitud del pecado que Cristo anuncia" (Lc4,18) (Jn8,34); "siendo Moisés figura de Jesús" (Deut18,15). Y "el cruce del pueblo por el Mar Rojo y su caminar bajo la nube, signo del bautismo. Así, cuando abrazamos la fe "arrepintiéndonos de nuestros pecados y bautizándonos" (He2,38), salimos de Egipto, cruzamos el Mar rojo y andamos bajo la nube. En el bautismo abrazamos el perdón de Dios y "recibimos el Espíritu Santo" (He2,38), el cual "nos libera de la ley del pecado que está en nuestra carne" (Rm7,23). Es entonces que empezamos a "caminar en Jesús, guiados por el Espíritu, hacia el Reino de los Cielos" (Mt4,17) (Mt7,21), "con el Padre" (Jn14,6). Así como, al salir de Egipto el pueblo de Israel, cruzando el Mar Rojo, caminando bajo la nube, "se dirigió a la Tierra Prometida" (Gn15,16) (Ex3,8). Pero antes, anduvo errante 40 años por el desierto. Y esto fue, porque antes de entrar en la Tierra Prometida, "enviaron 12 espías (uno por cada tribu) a explorarla" (Num13,1). "Quienes, a su regreso después de 40 días, desanimaron al pueblo contando lo que habían visto" (Num13,27-33). Y los israelitas, "a pesar de que vieron todos los prodigios que Dios hizo en medio de ellos, desconfiaron de Él" (Num14,1-11); "no creyeron" (Jn6,36). Por eso, "Dios los hizo andar 40 años por el desierto" (Num14,26-35), "tomándole la palabra a sus quejas" (Num14,28). Pero en todo ese tiempo "ni su vestido se gastó, ni su pie se lastimó" (Deut8,4), porque "el Señor estaba con ellos educándolos como a hijos" (Deut8,5); "enseñándoles a confiar en su providencia" (Mt6,31-34). En el desierto "habita el diablo" (Lev16,8-10). Por eso, "Jesús, después de ser bautizado, fue conducido por el Espíritu Santo al desierto para ser tentado por él" (Mt4,1). Los israelitas fueron enviados al desierto, porque al ver que su enemigo era "más poderoso que ellos" (Num13,3), la debilidad de su carne les hizo "sentir miedo" (Num14,4) y "desconfiaron de Dios" (Num14,11); cayendo en pecado de desobediencia. Jesús, confiando en el Espíritu Santo, que "le guiaba" (Lc4,1-2), venció las tentaciones. Es decir, fue al desierto a liberar al hombre, "caído en pecado" (Jn8,34) por "la debilidad de su carne" (Rm8,3), "estableciendo en el Espíritu la libertad" (2Cor3,17) y "condenando en la carne al pecado" (Rm8,3). En la historia de Israel, su salida de la esclavitud de Egipto, su cruce por el Mar Rojo y su caminar bajo la nube, es signo del bautismo; en el cual, recibimos el Espíritu Santo que nos libera "del pecado que habita en nosotros" (Rm7,23). Siendo nuestra carne débil el primer enemigo del alma. Los 40 años que el pueblo de Israel pasó en el desierto, Jesús, de manera significativa los pasó en 40 días; en los cuales, habiéndonos liberado del pecado por el Espíritu Santo que recibimos en el bautismo, nos rescata del lugar donde habita el demonio, de sus dominios, al cual llegamos por el pecado. Siendo el desierto donde habita "figura del mundo" (Ef2,2), y "siendo el mundo el segundo enemigo del alma" (1Jn2,15-17). En el camino que recorre el pueblo de Israel, de Egipto hasta la Tierra Prometida, reconocemos tres etapas principales: Su liberación de la esclavitud, su paso por el desierto y la conquista de la Tierra Prometida. Éstas, corresponden a tres momentos de la vida pública de Jesús: Su bautismo (nos libera de la esclavitud del pecado que habita en nuestra carne), su paso por el desierto y predicación (nos libera del mundo dominado por el maligno) y su crucifixión en Jerusalén ("nos libera del diablo" Jn12,31). Siendo su crucifixión y resurrección las victorias sobre el tercer y cuarto enemigo del alma: El demonio y la muerte. Y al ser el recorrido que hace el pueblo de Israel de Egipto hasta la Tierra Prometida signo de la vida pública de Jesús, y por tanto de nuestra vida cristiana, corresponden sus tres etapas, a las "edades de la fe". Los que hemos creído en el Señor, nacemos, crecemos y maduramos en la fe. Así, pues, nacer en la fe, que es "abrazar la fe" (He2.38) (1Pe2,2), corresponde, de manera significativa, a la salida de la esclavitud de Egipto. Crecer en la fe corresponde al paso del pueblo de Israel por el desierto, hacia la Tierra Prometida. Para nosotros consiste en vencer la corriente del mundo: "[...] los ojos siempre ávidos, la codicia del hombre carnal y la arrogancia del éxito [...]" (1Jn2,16). De esta corriente somos parte al caer en pecado por "nuestra inclinación al mal" (Catecismo405), por nuestra triple concupiscencia: "[...] Al placer de los sentidos, a la apetencia de los bienes terrenos y a la afirmación de si contra los imperativos de la razón" (Catecismo377). A la luz de Jesucristo crucificado "me reconozco pecador y parte del mundo" (Catecismo1848), pero Dios no me creó pecador. Si bien reconozco que por la debilidad de mi carne caigo en pecado, debo reconocer también el bien en mi interior. Como dice San Pablo: "En mí el hombre interior se siente muy de acuerdo con la Ley de Dios, pero advierto en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi espíritu, y paso a ser esclavo de esa ley del pecado que está en mis miembros" (Rm7,22-23). Por tanto, permanecer en pecado es andar por los caminos de la carne. Necesitamos pues, andar por los caminos del Espíritu Santo" (Rm8,4): "Es participando en los sacramentos y perseverando en la oración que recibimos los dones del Espíritu Santo que nos capacitan para vivir el Evangelio" (Catecismo1692), "para cruzar el desierto" (1Re19,7), a semejanza de Jesús, y no ser arrastrados por la corriente del mundo que es dominado por el maligno. El Señor en el bautismo nos da el Espíritu Santo liberándonos del pecado que habita en nuestra carne, "pues donde está el Espíritu del Señor hay libertad" (2Cor3,17). En la Eucaristía nos alimenta con su propia carne, "fortaleciendo nuestra vida interior" (Heb13,9-10); liberándonos de la corriente del mundo. Y en la confirmación nos da la fuerza que viene de lo alto, creciendo en la Gracia, para vencer en el combate contra el demonio. "Son estos tres primeros sacramentos que recibimos con los que iniciamos en la vida cristiana" (Catecismo1212). Nuestro paso por el desierto comprende un desarraigo del mundo, que consiste en la renuncia a nosotros mismos: Al placer de los sentidos, "a las codicias y ambiciones que nos pierden" (Stgo4,1-4) (Lc12,32-34) y al querer de nuestra voluntad que se rebela a la voluntad de Dios. Es decir, debemos renunciar al amor propio desordenado. Es necesario aborrecer la oscuridad que hemos reconocido en nosotros. "El arrepentimiento" (Lc5,32) "nos lleva a reparar el daño de nuestras ofensas a Dios" (Catecismo1423) y "a nuestros hermanos" (Mt5,23-24). Nos lleva "a la conversión del corazón, a la penitencia interior" (Catecismo1430-1431). Nuestra Santa Madre Iglesia enseña tres formas de penitencia: "El ayuno, la limosna y la oración" (Catecismo1430-1434). Que van de acuerdo a nuestra triple concupiscencia y "que practicamos por el aborrecimiento del pecado, desarraigándonos del mundo, reorientando nuestra vida a Dios" (Catecismo1431) y despertando de "la vanidad del mundo" (Ec1,14) "en el que se duerme nuestra conciencia" (Ef5,10-15) (Lc10,38-42) (Mt25,13) (Lc22,46); "alumbrados por la luz de Jesús" (Jn6,68) (Ec12,13) "que nos llama desde la cruz" (Za12,10) (Catecismo1734). Nuestras penitencias son por amor a Jesucristo crucificado, nos desarraigan del mundo para adherirnos a la Gracia que recibimos en los sacramentos y la oración, para convertir el corazón; y amar a nuestro prójimo como Jesús nos amó. Debemos pues, aprender a confiar en el Señor, "perseverando en su palabra" (Jn8,31), "en el cumplimiento de sus mandatos" (Jn15,10). "Nuestra vuelta al padre o conversión, se realiza en el sacramento de la confesión o conversión" (Catecismo1423). El recorrido que el pueblo de Israel realiza desde Egipto, donde era esclavo, hasta la Tierra Prometida, que conquista con la Gracia de Dios, representa también el tránsito del pueblo de Dios de la carne (esclavitud), al Espíritu (libertad). En esto consiste el combate espiritual: "En la lucha entre la carne y el Espíritu" (Castecismo2819). Es la debilidad de nuestra carne, esa inclinación al pecado, la que lucha con el Espíritu Santo. Este combate termina con la conquista de la Tierra Prometida, figura del Reino de los Cielos, habiendo madurado en la fe, perseverando hasta la muerte. Entonces, ¿ya hemos cargado con nuestra cruz? "Cargamos con nuestra cruz al renunciar a nosotros mismos" (Mt16,24), al "camino de la carne" (Mt4,7) (Gal5,19-21). Cargar con nuestra cruz y nuestra crucifixión comprenden un mismo acto: El sacrificio. Renunciamos a obrar el mal y debemos obrar el bien, aprendiendo a amar a nuestro prójimo como Jesús nos amó; siguiendo el ejemplo del Señor que "hizo la voluntad del Padre" (Heb10,7). "Cargar con nuestra cruz es una exigencia del camino" (Catecismo2015). El Señor dijo: "[...] El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz y me siga. Pues el que quiera asegurar su vida la perderá, pero el que sacrifique su vida por causa mía, la hallará" (Mt16,24-25). Así, la crucifixión del Señor es un acto de entrega, la máxima expresión del amor, puesto que "no hay amor más grande que dar la vida por sus amigos" (Jn15,13). "Hemos renunciado a obrar el mal, debemos aprender a obrar el bien" (1Pe3,11) (Sal34,15). "Nos hemos despojado del hombre viejo, debemos revestirnos del hombre nuevo" (Ef4,22-24). "Hemos renunciado a amar al mundo" (1Jn2,15-17), debemos aprender a amar a nuestro prójimo como Jesús nos amó. Ya que, "en esto consiste obrar el bien que no podíamos hacer sin Cristo" (Rm7,18-19); para lo cual, "nos dio su Espíritu Santo a todos los que hemos creído" (Rm8,1-2). "Para ser hijos de Dios, y vivir como hijos de Dios" (Rm1,17). ¿Y cómo nos amó Jesús? "Como el Padre me amó, así también los he amado yo: Permanezcan en mi amor" (Jn15,9). ¿Y cómo ama el Padre? "[...] Amen a sus enemigos y recen por sus perseguidores, para que así sean hijos de su Padre que está en los Cielos. Porque Él hace brillar su sol sobre malos y buenos, y envía la lluvia sobre justos y pecadores. Si ustedes aman solamente a los que los aman, ¿qué mérito tienen? También los cobradores de impuestos lo hacen. Y si saludan solo a sus amigos, ¿qué tiene de especial? También los paganos se comportan así. Por su parte, sean ustedes perfectos como es perfecto el Padre de ustedes que está en el Cielo" (Mt5,44-48). El Señor desde la cruz nos enseña a amar como el Padre: A los que no nos aman: "[...] Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen [...]" (Lc23,34) (Jn314-16). Por el don de la fe el acto humano de creer se dirige a Dios, dando respuesta a la revelación que hace de sí en Jesús. Y es aprendiendo a amar a nuestro prójimo como Jesús nos amó, que respondemos de manera "perfecta" (1Cor2,6) al amor de Dios. Así como Jesús con su muerte "dio cumplimiento a todo lo que se anunció de Él en la Ley y los Profetas" (Jn19,30), así también, nosotros, aprendiendo a amar a nuestro prójimo como Jesús nos amó, cumplimos "el mandato del Señor" (Jn15,12), "permanecemos en su amor" (Jn15,10) y "realizamos la perfección que buscaba la Ley" (Mt15,17-20) (Rm8,4). Pues, "es el amor la ley perfecta" (Rm13,10) (Catecismo2055) y "se realiza en los que andamos por los caminos del Espíritu" (Rm8,4). Por eso, "en las tribulaciones maduramos en la fe" (Rm5,3-5), puesto que "la fe actúa mediante el amor" (Gal5,6). Debemos pues, amar a nuestro prójimo perdonando sus ofensas, "así como Jesús nos perdonó desde la cruz" (Lc23,34); estando dispuestos a dar la vida por el Evangelio. Es "creciendo en el amor" (Fil1,9) que "adquirimos la sensibilidad interior" (Heb5,14). Así, "nuestra fe que se arraiga en el amor del Señor" (Ef3,17), "produce obras de caridad con el prójimo" (Stgo2,17) (Jn15,1-8) (Mt5,16), "al aceptar la Palabra del Señor en el corazón" (1Pe1,22). "El amor que Dios, por el Espíritu Santo, va derramando en nuestros corazones" (Rm5,5), se vierte sobre el prójimo en las obras de Caridad, venciendo "toda resistencia al Espíritu" (He7,51), "llegando a Cristo mismo" (Apoc1,8), pues "en los pobres está el Señor" (Mt25,40). Es entonces que el río de la Gracia llega al Mar de Paz. Esta es la vida de servicio en la Iglesia. "El talento que Dios nos dio lo ponemos al servicio de la Iglesia" (1Pe4,10), pues "el Señor vino a servir y no a ser servido" (Mt10,28). Es esta vida de servicio "la verdadera libertad a la que estamos llamados" (Gal5,13); y por la cual, en el Espíritu santo, "nos adentramos en la vida bienaventurada de Dios" (Catecismo1721). Allá, "donde los que viven según la carne no pueden ir" (Jn8,21), "a donde nos conduce el Buen Pastor" (Jn10,4) (Sal23). El servicio en la Iglesia expresa nuestro amor al prójimo, que es obra del Espíritu Santo, en el que participamos por la fe. Según nuestra vocación: a formar una familia o la vida consagrada, recibimos los sacramentos del Matrimonio o del Orden Sacerdotal. "Todos estamos llamados a servir" (Gal5,13), viviendo la Caridad, ya que "la fe exige obras" (Stgo2,14-26). Pero, es necesario "circuncidar el corazón" (Deut10,16), sino seríamos "campana que resuena" (1Cor13,1-7). Debemos conquistar el corazón. Así como el pueblo de Israel, después de andar 40 años por el desierto, fue a la conquista de la Tierra Prometida. Pero antes, cruzó el Río Jordán "guiado por los sacerdotes que llevaban el Arca de la Alianza; Dios les mostró el camino" (Jos3,3-4) y arrojó delante de ellos a los otros pueblos, que eran idólatras, para que sean exterminados" (Deut7,1-5). "Jesús, nuestro sumo sacerdote, es el Camino que nos lleva al Reino de los Cielos con el Padre" (Jn14,6), cruzando el Río Jordán, que significa también el bautismo, en el que recibimos el Espíritu Santo. Así como "Dios puso en las manos de Israel a los otros pueblos para que sean exterminados" (Deut7,16), así también "la conquista del corazón es obra suya" (Za12,10); en la que participamos por la fe. Conociendo al Señor, libremente decidimos amarlo. Al salir del mundo reorientamos nuestra vida a Dios. Hemos puesto nuestra confianza en la Palabra del Señor, practicándola, puesto que en Él hemos creído; "nuestros ojos se elevan a Él" (Sal123). Así, pues, "nuestro corazón no puede estar lejos del Señor" (Mt15,8). El combate espiritual no termina cuando salimos del mundo. No es dejando de obrar el mal que convertimos el corazón; sino que, es necesario obrar el bien. "Es con su crucifixión que el Señor venció al maligno" (Jn12,31-32). "Al morir, le quitó su poder al que reinaba por medio de la muerte, es decir, al diablo" (Heb2,14). Por eso, fue echado fuera. Jesús, verdaderamente Dios y hombre, realizó la perfección que buscaba la Ley: El amor. "Al dar su vida en la cruz" (Jn15,13), glorificando a Dios, realizó el propósito de la existencia del hombre: Amar a Dios. Es en Cristo, que "Dios restaura la raza humana a su justicia y santidad original, pero no solo la restaura, sino que la eleva a la dignidad de hijos de Dios" (Catecismo1701). ¡Qué inmensa es la Misericordia de Dios! ¡Qué inmenso es el amor del Padre! El Señor crucificado, es "la fuerza y sabiduría de Dios" (1Cor1,23-24), "que convierte el corazón" (Za12,10). Obrar el bien consiste en amar a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como Jesús nos amó. Esta respuesta de amor, al amor de Dios que nos amó primero, exige "el sacrificio voluntario de nuestra vida" (Mt10,39). Es necesario que, viviendo en el Espíritu, el corazón pervertido del hombre por amar un falso bien, haciéndose ídolos, se habitúe a amar a Dios esforzándose por poner en práctica su Palabra; ayudado por su Gracia. Es decir, formar en nosotros la virtud, dando todo de nosotros; respondiendo al amor del Señor crucificado. Por el pecado éramos parte del mundo, mejor dicho: De la oscuridad del mundo "dominado por el maligno" (Ef2,1-2). Así, debemos vencer al que domina el mundo. ¿Y en qué consiste su dominio sobre el hombre carnal? El Señor dijo: "[...] lo que hace impura a la persona es lo que ha salido de su propio corazón. Los pensamientos malos salen de dentro, del corazón: De ahí proceden la inmoralidad sexual, robos, asesinatos, infidelidad matrimonial, codicia, maldad, vida viciosa, envidia, injuria, orgullo y falta de sentido moral. Todas estas maldades salen de dentro y hacen impura a la persona" (Mc7,20-23). Esta oscuridad, donde reina el maligno, es la mancha del pecado en el que caemos por nuestra carne débil que se inclina a realizar "los deseos del corazón" (Stgo4,1-3). Aquí está su dominio sobre el hombre carnal. "El hombre fue creado en amistad con Dios; y esta amistad exige al hombre, en cuanto criatura, su libre sumisión a su Creador, confiando en su bondad que es capaz de reconocer" (Catecismo396). El amor, pues, exige libertad. Así, la libertad del hombre está orientada a Dios, quien nos hizo libres para que, conociéndolo, podamos amarlo. Pero, "el hombre tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su Creador y, abusando de su libertad, desobedeció el mandamiento de Dios. En esto consistió el primer pecado del hombre. En adelante, todo pecado será una desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad" (Catecismo397). "En este pecado el hombre se prefirió a sí mismo en lugar de Dios [...]" (Catecismo398). Es en esta separación por el pecado, "que nuestro corazón se ve alejado de Él" (Catecismo1850), el Supremo Bien; y por tanto, destinado a la muerte. Lejos de Dios, que es Espíritu dador de vida, "el espíritu del hombre se ve sometido a la carne" (Rm7,22-23). "El corazón del hombre ama a Dios" (Catecismo1718), "pues este es el sentido de su existencia" (Catecismo27). Pero, al estar separado espiritualmente por el pecado, "las vías para acercarse tienen como punto de partida la creación: El mundo material y la persona humana" (Catecismo31). En el mundo material los bienes como el dinero, y en la persona humana el placer de los sentidos, son fuente de una felicidad pasajera, felicidad que buscamos en Dios, que impresionan el alma; "despertado el amor que genera el deseo de este falso bien" (Catecismo1765). "Hasta darle lo que solo debemos dar a Dios: Nuestro corazón" (Mt22,37-38), "cayendo en idolatría" (Col3,5). El Señor dijo: Nadie puede servir a dos patrones: Necesariamente odiará a uno y amará al otro, o bien cuidará al primero y despreciará al otro. Ustedes no pueden servir al mismo tiempo a Dios y al dinero" (Mt6,24). No solo se nos ha dado el Espíritu Santo en el bautismo; sino también, la semilla de la Palabra. "[...] El sembrador salió a sembrar. Y mientras sembraba, unos granos cayeron a lo largo del camino: vinieron las aves y se lo comieron. Otros cayeron en terreno pedregoso, con muy poca tierra, y brotaron en seguida, pues no había profundidad. Pero apenas salió el sol, los quemó y por falta de raíces, se secaron. Otros cayeron en medio de cardos: estos crecieron y los ahogaron. Otros granos finalmente, cayeron en buena tierra y produjeron cosecha, unos el ciento, otros el sesenta y otros el treinta por uno. El que tenga oídos que escuche" (Mt13,3-9). La semilla es la Palabra del Señor. "Cuando uno oye la Palabra del reino y no la interioriza, viene el maligno y le arrebata lo que fue sembrado en su corazón. Ahí tienen lo que cayó a lo largo del camino" (Mt13,19). "La semilla que cayó en tierra buena, es aquel que oye la Palabra y la comprende. Este ciertamente dará fruto y producirá cien, sesenta o treinta veces más" (Mt13,23). La semilla es la Palabra del Señor que debemos aceptar en el corazón. "Que tu oído se abra a la sabiduría, que tu corazón se doblegue a la verdad" (Prov2,2). "Al aceptar la verdad, han logrado la purificación interior, de la que procede el amor sincero a los hermanos; ámense, pues, unos a otros de todo corazón, ya que han nacido esta vez, no de semilla corruptible, sino de la Palabra incorruptible del Dios que vive y permanece" (1Pe1,22-23). "Es mediante la Palabra del Señor y su Espíritu Santo, que la Gracia de Dios descubre el pecado para convertir nuestro corazón y conferirnos la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro Señor [...]" (Catecismo1848). "El mismo Dios que dijo: brille la luz en medio de las tinieblas, es el que se hizo luz en nuestros corazones, para que se irradie la Gloria de Dios tal como brilla en el rostro de Cristo" (2Cor4,6). "A la luz de su Palabra" (Heb4,12-13), "proclamada desde su cruz" (Za12,10), y de su Espíritu Santo, reconocemos nuestra oscuridad y, "doliéndonos del pecado cometido" (Catecismo1451-1452), "lo confesamos ante el sacerdote en el sacramento de la penitencia o conversión" (Catecismo1423), confiando en su Divina Misericordia, pues "es solo por la sangre de Cristo que nuestros pecados son perdonados" (Mt26,27-28). Así, el Señor, ha puesto en nuestras manos al hombre viejo idólatra que debemos exterminar. "Al ponerlo en nuestras manos, ha dejado a nuestra libre elección" (Catecismo1730), "[...] el bien y la vida, por una parte, y por la otra, el mal y la muerte [...]" (Deut30,15). Entonces, ¿ya hemos madurado en la fe? El Señor crucificado, "nos despierta de la vanidad del mundo, al amor. Libremente nos amó, y libremente debemos amarlo" (Cant8,4). San Pablo dijo: "A los adultos se les da el alimento sólido, pues han adquirido la sensibilidad interior y son capaces de distinguir lo bueno y lo malo" (Heb5,14). En el Sermón del Monte el Señor dijo: "No crean que he venido a suprimir la Ley o los Profetas. He venido, no para deshacer, sino para traer lo definitivo" (Mt5,17)... "Ustedes han oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pero yo les digo: Quien mira a una mujer con malos deseos, ya cometió adulterio con ella en su corazón" (Mt5,27-28)... "Ustedes han oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo les digo: No resistan al malvado. Antes bien, si alguien te golpea en la mejilla derecha, ofrécele también la otra" (Mt5,38-39)... "Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y no harás amistad con tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos y recen por sus perseguidores" (Mt5,43-44). La enseñanza de Jesús al pueblo, viene del Padre: "Porque yo no he hablado por mi propia cuenta, sino que el Padre, al enviarme, me ha mandado lo que debo decir y como lo debo decir" (Jn12,49). Dios Padre, en Jesucristo, enseña a sus hijos "el Camino de justicia" (Jn16,10) (Jn14,6), les da "Palabras de vida eterna" (Jn6,68). Esta Palabra del Señor, nos revela "el Pensamiento de Dios y su Sagrado Corazón". Y es al ponerla en práctica, viviendo en el Espíritu, que esta Palabra, va "conquistando nuestro corazón y formando nuestra conciencia" (Heb5,14) (Catecismo1458-1480). Es decir, la semilla de la Palabra va creciendo, por el Espíritu Santo, con la oración y los sacramentos, aferrándonos a ella en las tribulaciones, hasta que Cristo tome forma en nosotros. En esto consiste madurar en la fe. Es voluntad de Dios que seamos imagen y semejanza de su Hijo, a fin de que sea el primogénito en medio de numerosos hermanos" (Rm8,29). Dios cumplió lo que anunció por el Profeta Ezequiel: "Pondré dentro de ustedes mi Espíritu [...]"(Ez36,27). "[...] Quitaré de su carne ese corazón de piedra y les daré un corazón de carne" (Ez36,26). Así, somos templo del Espíritu Santo y nuestro corazón es el de Jesucristo crucificado. Con Jesús empieza una nueva creación. Mientras estemos en este mundo, nuestro combate espiritual no termina hasta nuestra muerte. Puesto que, "la inclinación de la carne al pecado permanece en nosotros a manera de prueba" (Catecismo1426). Necesitamos, pues, "permanecer en Gracia de Dios" (2Cor12,9), debemos perseverar hasta el final; "firmes en nuestra esperanza" (Heb10,23). No sea que nos suceda como a Salomón, "que en su ancianidad los deseos del corazón lo hicieron caer en idolatría" (1Rey11,4-13). Debemos revestirnos de Cristo, pues "no estamos peleando contra fuerzas humanas" (Ef6,12).
LA ORACIÓN
"La oración es la elevación del alma a Dios [...]" (Catecismo1559), "atraídos por el Señor que nos llama desde la cruz" (Jn12,32) y movidos por el Espíritu Santo. "Es la celebración de nuestra Alianza de amor con Dios" (Catecismo2564). Al acercarnos a Dios en la oración, nos acercamos a nuestro propio corazón. La oración es el encuentro de dos corazones que se aman: el corazón contrito del hombre arrepentido, con el corazón del Padre lleno de perdón. Así, podríamos concebir a la oración: como la respuesta de amor del hombre que despierta al amor de Dios que lo amó primero. Esta entrega a Dios en la oración, exige el conocimiento de Dios, pues "el conocimiento precede al amor" (Sta Catalina de Siena). "Si conocieras el don de Dios, si supieras quien es el que te pide de beber; tú misma le pedirías agua viva y él te la daría" (Jn4,10). El deseo de felicidad que Dios puso en el corazón del hombre, ante la predicación del Señor, por el don de la fe, encuentra "el camino de su libertad". El Señor que nos llama desde la cruz, nos dio su Espíritu Santo que nos mueve a dar respuesta a su amor, amando a nuestro prójimo como él nos amó. Esta puesta en práctica de los mandatos del Señor y la oración, son las dos caras de una misma moneda. Puesto que, "[...] se ora como se vive, porque se vive como se ora. El que no quiere actuar habitualmente según el Espíritu de Cristo, tampoco podrá orar habitualmente en su Nombre. El "combate espiritual" de la vida nueva del cristiano es inseparable del combate de la oración" (Catecismo2725). Así, "[...] la humildad es la base de la oración [...](Catecismo2559). "Jesús, en "el Padre nuestro", realizó siete peticiones" (Catecismo2803). "Orando al pie de la cruz nuestro corazón se convierte" (Za12,10).
COMUNIDAD CRISTIANA
La vida cristiana consiste en "amar como Dios". Para amar a nuestro prójimo como Jesús nos amó, necesitamos la oración y los sacramentos; por los cuales, recibimos la Gracia de Cristo y los dones de su Espíritu que nos capacitan para vivir el Evangelio. El Espíritu Santo nos mueve a responder al amor del Señor crucificado. "Amar es desear el bien a alguien" (Sto Tomás de Aquino). El Bien Supremo es Dios. Por eso, todas nuestras obras para con nuestro prójimo y con nosotros mismos, están ordenadas a nuestra salvación, dando gloria a Dios, porque "Jesús vino a salvar al mundo" (Jn12,47). Obrar el bien es distinto a querer hacer todo perfecto, pues la perfección consiste en "la unidad con Dios" (Jn17,22-23), "dando muerte a la perversa voluntad propia" (Sta Catalina de Siena), para lo cual es necesario "amar a los que no nos aman, así como el Padre envía la lluvia sobre justos y pecadores" (Mt5,43-48). "La culminación de todas nuestras obras es el amor" (San Agustín). Amar como Jesús nos amó, nos lleva a participar de su crucifixión y resurrección. Debemos perdonar las ofensas que nos causa el pecado asentado en nuestro prójimo, así como Jesús nos perdonó desde la cruz: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen" (Lc23,34). "Debemos orar por los que nos persiguen" (Mt5,44), para que el Señor les conceda su misericordia. El Espíritu Santo nos hace participar en la vida de Jesús. Antes de "la ley" los pueblos se regían por la venganza, haciendo justicia por sí mismos. Cuando llegó "la Ley", en la Antigua Alianza", y debían hacer justicia, se les dio la ley del talión: "ojo por ojo, y diente por diente" (Ex21,23-25). Pero, desde que llegó Jesucristo, estableciendo una Nueva Alianza, nos regimos por "la ley del amor, que es la ley perfecta" (Rm13,10). Por eso, "ante la acción de los malvados, no debemos resistir" (Mt5,38-39) (los judíos resistían el ataque enemigo encerrándose detrás de las murallas de Jerusalén). No debemos entrar en guerra, no debemos cerrar el corazón queriendo devolver mal por mal; sino que, debemos perdonar (tratándose de un enemigo personal y no de un enemigo social que debemos combatir) a semejanza de Jesús que "insultado, no devolvía insultos, y maltratado, no amenazaba, sino que se encomendaba a Dios que juzga justamente" (1Pe2,23); dejando la justicia en manos de Dios y recurriendo a "las autoridades que Él estableció" (Rm13,1-4) en caso de algún delito (no se refiere a ser justos sino a la administración de justicia). Pues está escrito: "mía es la venganza, yo daré lo que se merece, dice el Señor" (Rm12,19). "Nuestro Dios es Dios de orden" (1Cor14,33). Y si el malvado se arrepiente y nos pide perdón, debemos estar dispuestos a "poner la otra mejilla" (Mt5,39); es decir, "a perdonar como Jesús nos perdonó" (Mt18,33) (Mt6,14-15) "venciendo el mal con el bien" (Rm12,20-21). Así también, si nuestro hermano, habiéndonos ofendido, nos pide perdón, "debemos perdonarlo" (Mt18,21-22); "y si peca, corregirlo" (Mt18,15) "con mansedumbre" (2Tim2,25). "La corrección fraterna es una obra de misericordia que busca la conversión de nuestro hermano, que ha pecado, haciéndolo volver a la fe" (Mt18,15) (Stgo5,19-20). "No es religiosidad exterior como la de los fariseos y maestros de la Ley" (Lc18,11-12); "no pretende excluir al pecador de una iglesia perfecta, como los fariseos y maestros de la Ley excluían a los que seguían a Jesús" (Jn9,22); y "no busca hacer justicia, como los fariseos y maestros de la Ley que, rechinando sus dientes, apedrearon a Esteban" (He7,54-57) y "crucificaron a Jesús" (Jn19,6); "no busca la deshonra del pecador" (Dt25,3). Ya no estamos bajo "la ley del talión" (Ex21,23), sino que las obras de misericordia son frutos de la Caridad. "El Señor nos enseña, ante el pecado de nuestro hermano, a proceder como miembros de la Iglesia y como Iglesia" (Mt18,15-18); siendo necesario "la oración de la comunidad" (Mt18,19-20). San Pablo enseña: "Un servidor del Señor no debe ser peleador, sino comprensivo con todos, buen pedagogo, paciente en las incomprensiones. Reprenderá a los rebeldes con dulzura: quizá Dios le conceda que se conviertan y descubran la verdad, liberándose de los lazos del diablo que los tiene sometidos a su voluntad" (2Tim2,24-26). Así también, Santa Catalina de Siena en su libro "el Diálogo", en los capítulos del 102 al 105, enseña como reprender al prójimo evitando caer en el engaño del demonio. Y en los capítulos del 115 al 118 se refiere a la dignidad de los ministros de Dios: una ofensa a ellos es hecha a Dios mismo. "Por eso, nadie se puede disculpar diciendo: Yo no hago injuria ni soy rebelde contra la Iglesia, sino que actúo contra los defectos de los malos pastores...Por eso te aseguro que, si todos los demás pecados que han cometido se pusieran de un lado y sólo éste del otro, pesará más éste que los otros.." (Capítulo 116). El Señor nos enseña a vivir en comunidad y también nos enseña a cuidar nuestra vida interior. Esta vida interior, "fortalecida por la Gracia de Cristo en la Eucaristía" (Heb13,9-10), comprende "[...] la regulación de las pasiones, por la razón" (Catecismo1767), siendo "nuestra razón iluminada por la fe" (Catecismo286). "No debemos consentir el enojo en nosotros mismos, pues nos llevaría a ofender a nuestro hermano, e incluso a juzgar; poniéndonos en lugar de Dios" (Mt5,21-22). Por tanto, estamos llamados a practicar las obras de misericordia como el perdón, y "las virtudes con nuestro prójimo, que proceden del amor a Dios" (Sta Catalina de Siena). "[...] Las emociones y los sentimientos pueden ser asumidos por las virtudes, o pervertidos en los vicios" (Catecismo1768). La voluntad de amar a Dios modera el enojo con la mansedumbre en dirección al bien, mientras que la voluntad del amor propio desordenado lo exacerba en ira. Así, la ira es contraria a la mansedumbre. La ira que proviene del orgullo, pues Dios no peca cuando derrama su ira que es santa. Así, "las pasiones en sí mismas no son buenas ni malas, solo reciben calificación moral en la medida en que dependen de la razón y de la voluntad" (Catecismo1767). Somos templo del Espíritu Santo, de "Dios que es Amor" (1Jn4,8). Debemos, pues, vivir como hijos de Dios, obrando con misericordia: dando de comer al hambriento, techo a quien no lo tiene, vistiendo al desnudo, perdonando, instruyendo..."Nuestra vocación es la libertad. No esa libertad que encubre los deseos de la carne, sino del amor por el que nos hacemos esclavos unos de otros" (Gal4,13).
DESPEDIDA
"Como ya en los profetas, la llamada de Jesús a la conversión y a la penitencia no mira en primer lugar, a las obras exteriores "el saco y la ceniza", los ayunos y las mortificaciones, sino a la conversión del corazón, la penitencia interior. Sin ella, las obras de penitencia permanecen estériles y engañosas; por el contrario, la conversión interior impulsa a la expresión de esta actitud por medio de signos visibles, gestos y obras de penitencia" (Catecismo1430). "La penitencia interior del cristiano puede tener expresiones muy variadas. La Escritura y los Padres insisten sobre todo en tres formas: el ayuno, la oración y la limosna, que expresan la conversión con relación a sí mismo, con relación a Dios y con relación a los demás [...]" (Catecismo1434). Estas formas de penitencia nos reorientan a Dios, de nuestra triple inclinación al mal; de nuestra "triple concupiscencia" (Catecismo377). Por eso, nuestras penitencias no pueden estar bajo el gobierno de nuestra imaginación, sino bajo el Espíritu Santo que guía a la Iglesia de Cristo. "Es preciso, pues, tener como objetivo matar y ahogar la voluntad propia, y con ella, sometida a la de Dios, ofrecer el dulce, insaciable e infinito deseo, buscando el honor de Dios y la salvación de las almas" (BAC415,2018,pag248). En este sentido, evitaremos caer en el error permaneciendo fieles a nuestra fe y obedientes a la enseñanza de la Iglesia; siendo aconsejable la guía de un director espiritual. Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, "del que proceden las cosas buenas y los dones perfectos" (Stgo1,17), "por el Espíritu Santo, guíe nuestro camino" (Rm8,14). La Paz en Cristo.